Todo comenzó el 16 de diciembre a las 3 a.m.
Me desperté con un sentimiento extraño, como si algo me empujara a moverme. Caminé por la casa sin rumbo, sintiéndome completamente perdida, como si fuera una extraña en mi propia vida. Intenté volver a dormir, pero a las 6 a.m. me despertó una desesperación en el pecho que no podía ignorar.
Todo tuvo sentido cuando miré mi celular.
Tenía una cantidad inusual de llamadas perdidas de un familiar en el extranjero, una tras otra, como si alguien intentara gritarme algo desde lejos. Luego, un mensaje de voz. Y más llamadas. Mi corazón ya estaba acelerado, pero tomé el teléfono con una mezcla de miedo y coraje, y apreté "reproducir".
—Mi hermano se murió.
Ese “hermano” era mi papá.
(Más adelante explicaré por qué lo nombro así, como hermano, y no como padre. Tiene una razón importante.)
Las lágrimas comenzaron a caer, una tras otra. Sentía cómo se deslizaban por mi rostro, tocaban mi boca, mi pecho, el celular, las sábanas. Llamé de vuelta una y otra vez, como si pudiera evitar lo que ya era verdad. Cada segundo era eterno y fugaz al mismo tiempo. Hasta que alguien respondió mis llamadas.
—Tu papá se murió.
Esa fue la frase que me rompió por completo.
Sentí un torrente en el cuerpo, como si me hubieran abierto por dentro. Vi mi vida pasar frente a mis ojos y sentí unas ganas inmensas de vomitar.
Poco a poco, la razón empezó a tomar el control de mi pensamiento: Está muerto, me dije. ¿Y ahora qué?
Hice la reserva del vuelo de regreso a mi pais de origen. Algo doloroso de esa parte fue que rogué que esperaran a enterrarlo hasta que yo llegara. Pero me encontré con personas que nunca aceptaron que él fue un papá. ¿Ya van entendiendo por qué decir “mi hermano” es importante?
Recuerdo tanto haber llegado al lugar donde nací y crecí. No hablo solo del país, hablo del edificio donde pasé muchos momentos felices. Pero esa felicidad no venía del amor de mi papá ni de mi familia, sino de un estado de supervivencia, del autoengaño, de las fantasías que me inventé para poder estar bien. Tenía todos los sentimientos encontrados. Estaba en un lugar que, de niña, me daba felicidad... pero sin la persona de quien había vivido ilusionada creyendo que me amaba.
Me sentía sola otra vez, como antes, pero esta vez me tocaba empacar mis recuerdos de infancia y asimilar la pérdida de mi papá.
La pregunta que me hacía una y otra vez era:
¿Cómo un ser humano puede aceptar tanta realidad en un solo segundo?
¿Es posible un radical acceptance mientras estás en pleno duelo?
(Radical acceptance es un concepto de la psicología que habla de aceptar la realidad tal como es, sin resistirla, incluso cuando duele profundamente).
Mientras intentaba asimilar todo, la “realidad” que me decía a mí misma —acepto la falta de inteligencia emocional de estas personas— se transformó en otra realidad más cruda: la de lo que mi papá realmente fue. El tipo de hombre, hijo y papá que fue.
Fue un duelo tras otro. A cada segundo.
¿Cómo se llora a alguien que nunca estuvo realmente contigo?
No supe en ese momento que ese viaje no solo era para despedirme de un cuerpo, sino también de una historia que yo había sostenido durante años. Volver a ese lugar removió todo lo que creí haber sanado, pero también me obligó a mirar de frente lo que siempre había evitado.
Este fue el comienzo de un duelo más complejo de lo que imaginaba. Uno que no solo dolía por la ausencia, sino también por todo lo que nunca fue.
En las próximas entradas voy a contarles por qué, en mi historia, siempre se referían a él como “hermano” y no como “papá”, y cómo se transita un luto cuando la persona que muere dejó más heridas que abrazos.
Porque no todos los duelos vienen del amor.
Algunos nacen del abandono.
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