Hoy es Día del Padre.
Para muchos, es un día de agradecimientos, de abrazos, de recuerdos bonitos. Para otros, como yo, es un día incómodo. Silencioso. Lleno de preguntas que no tienen respuesta o de respuestas que llegaron demasiado tarde.
Es fácil culpar a los hijos por haberse alejado. Por no llamar. Por no visitar. Por no haber sido “buenos hijos”.
Pero casi nunca se habla de la responsabilidad emocional de los padres. Del vínculo que se construye o se descuida desde los primeros años, cuando un niño aprende (o no) que el amor es un lugar seguro.
La psicología del apego lo explica bien: las figuras parentales son quienes modelan cómo nos relacionamos con el mundo. Son ellos quienes nos enseñan si es seguro acercarnos, si está bien expresar lo que sentimos, si ser vulnerables no nos va a costar el abandono.
Entonces, ¿por qué esperamos que los hijos sostengan la relación si nunca se les dio ese sostén emocional?
A mí me tomó años entender esto. Años de cargar con la culpa de haberme ido, de haber buscado mi propio camino. Años pensando que fui yo la que rompió el vínculo.
Pero no. Esa relación ya venía rota. Solo que, como hija, me enseñaron que era mi deber repararla.
Y hoy, ya adulta, entiendo que no. Que no era mi culpa.
Porque mantener un lazo no puede depender solo de quien lo necesita. También requiere de quien tiene el poder emocional de abrir la puerta, de sostenerla abierta, de decir: aquí estoy, cuando quieras volver.
A quienes hoy sienten un nudo en el estómago con este día: no están solos. No fue falta de amor, muchas veces fue falta de acceso.
Y a veces, tuvimos que alejarnos no por egoísmo, sino por supervivencia.
Ojalá algún día podamos hablar del Día del Padre con más verdad. Con menos culpas heredadas. Con más compasión, pero también con más claridad.
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