Para empezar, cuando tenía seis años, la custodia la tenían mis abuelos paternos. No fue una decisión tomada con cuidado ni pensando en lo mejor para mí, fue simplemente porque mi mamá y mi papá no pudieron ser adultos durante su separación. No pudieron ser maduros.
(Y sí, mi mamá es otra historia. Ya contaré sobre ella más adelante).
Después de la muerte de mi papá, me quedé con más preguntas que respuestas.
¿Por qué lo llamaban “hermano” y no “papá” cuando se referían a él en conversaciones?
¿Por qué nadie en la familia lo guió, lo confrontó, o lo ayudó a ser un padre?
¿Por qué toda la carga de crianza quedó en mis abuelos, como si él solo hubiese pasado por la vida como una sombra?
Todas esas preguntas me llevan al mismo punto: el vacío que deja crecer sin que te reconozcan como hija.
Es un tipo de abandono que va más allá de lo físico. Es emocional, es silencioso, y se queda contigo.
Uno empieza a preguntarse si tal vez el problema fue uno, si uno no fue suficiente, si el amor no fue merecido.
Es la narrativa que muchas hijas e hijos internalizan cuando sus padres están, pero no están.
Cuando los adultos fallan una y otra vez, y el niño es quien carga con las consecuencias.
Mi papá nunca fue un papá para nadie, porque nunca quiso —o nunca supo— cómo serlo.
Nunca cultivó esas relaciones, nunca se presentó en el mundo como un padre.
Y entonces yo me quedé como en un limbo familiar. Porque ¿cómo se reconcilia eso?
¿Cómo se asimila que dentro de tu propia familia nadie te reconozca como parte de él?
Que el vínculo sea negado con palabras, con gestos, con silencios.
Tal vez por eso siempre lo llamaban “hermano”.
Tal vez fue más fácil para ellos pensar en él como un hombre perdido, un hijo más, que como un padre ausente.
Pero para mí, él era mi papá.
Y duele.
Me encontré muchas noches en lo que solía ser uno de los cuartos donde pasaba bailando y escuchando música, un cuarto con bonitos recuerdos.
En cambio, ahora me quedaba mirando el techo, inmóvil, con las lágrimas bajando por mis ojos, preguntándome:
¿Por qué lloras? Él no ha estado en tu vida durante toda una vida.
Y sin embargo, recordaba esos pocos años buenos que compartimos: viajando, explorando, conociendo, incluso bailando.
¿Dónde estaba ese papá cuando más lo necesitaba? ¿Cuando necesitaba guía? ¿Alguien que me escuchara, que me abrazara?
Me preguntaba si simplemente dejó de amarme cuando me fui del país, cuando intenté reconstruir una relación con mi mamá, con la que siempre soñé, aunque fuera solo una fantasía.
Y era ahí cuando me preguntaba:
¿Estás llorando por una ilusión de lo que pudo ser y no de lo que realmente fue?
¿Cómo le explico a mi niña interior que se calme, que las personas que debieron protegerla nunca lo hicieron?
No tengo todas las respuestas.
Solo sé que el dolor no siempre nace del amor perdido, a veces viene de todo lo que nunca existió.
De lo que debió haber sido y no fue.
De lo que una niña esperó durante años y nunca llegó.
Y sí, aún duele.
Duele aceptar que no fue como imaginé. Duele soltar la ilusión.
Pero duele más seguir sosteniéndola.
Esta fue mi forma de empezar a mirarlo de frente.
De nombrar el abandono sin disfrazarlo.
Porque para poder sanar, primero hay que decir la verdad.
Incluso cuando incomoda. Incluso cuando rompe.
En la próxima entrada, quiero contarles cómo se empieza a reconstruir desde ese lugar.
Cómo se vive con esa ausencia, cómo se acompaña a una misma en ese duelo...
y cómo, poco a poco, se empieza a soltar la culpa que no era nuestra...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario