martes, 10 de junio de 2025

La vergüenza que no es mía, pero igual la cargo




Hay vergüenzas que no nacen de nuestras acciones, sino de las heridas que otros dejaron atrás. A veces, esas heridas vienen con apellido, con vínculos de sangre, con silencios heredados.
Y una se encuentra creciendo con la carga de los “pecados” de alguien más, como si el amor o la lealtad obligaran a callar, como si el silencio fuera la única forma de proteger a la familia.

Yo crecí con esa carga. Con la sensación de que tenía que compensar, explicar o maquillar los actos de mis padres. 
Como si su forma de vivir y de morir hablara también de mí.
Como si yo tuviera que hacerme cargo de su historia para que otros pudieran sostener la fantasía de que fue el hombre perfecto.

Pero no lo fue.
Y eso también es parte de mi duelo.

Lo más doloroso no fue aceptar quién fue él, sino enfrentar que algunas personas de mi familia preferían culparme a mí antes que mirar su verdad de frente.
Porque es más fácil decir que fui yo la que falló.
Que fue mi distancia, mi enojo, mi rebeldía, lo que lo rompió.
Antes que aceptar que él ya venía roto desde antes.

En psicología se habla de la vergüenza tóxica, esa que no nace de un error propio, sino de la mirada del otro. Esa que se vuelve identidad, que te hace sentir defectuosa, indigna, culpable por existir.
Y cuando esa vergüenza viene de lo que tu padre hizo, o dejó de hacer, se enreda con el amor, con el dolor, con la necesidad de ser reconocida por una familia que muchas veces elige la imagen antes que la verdad.

Cargar con la vergüenza ajena es como vivir con una deuda que no es tuya, pero que igual te están cobrando.
Te agota. Te aísla. Te hace dudar de tu propio valor.

Hoy escribo esto porque ya no quiero pagar con mi silencio lo que él hizo con su vida.
Porque no me toca sostener la imagen idealizada de nadie.
Porque la vergüenza que no es mía, no la voy a seguir cargando.

Hablar no es traicionar.
Hablar es sanar.

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