A veces me pregunto: ¿qué hago con esta nueva versión de mí? ¿Quién la va a reconocer? ¿Quién se va a quedar?
Me pasó algo raro: mientras más sanaba, más lejos me sentía de ciertas cosas que antes me daban seguridad. Como si soltar el pasado significara también soltar las versiones de mí que otros esperaban. No fue una decisión puntual, fue un proceso silencioso. Un día me di cuenta de que ya no podía forzarme a encajar. Que esa máscara ya me raspaba la piel.
Entendí que el duelo no era solo por lo que perdí —mi padre, mi país, mis recuerdos—, sino también por todo lo que yo fui intentando ser para sobrevivir. Esa niña que se esforzaba por ser suficiente. Esa mujer que aceptaba lo que dolía con tal de no quedarse sola.
Y aunque no todos me reconozcan, yo sí. Y eso, hoy, alcanza.
Pero incluso con esa claridad, hay días en que todo eso vuelve. Días en los que me sorprendo haciéndome cargo de mí misma con ternura. Como si me tocara ser la madre que no tuve, la figura segura que no estuvo. Días en que me siento triste porque él ya no está —no solo por su ausencia física, sino porque fue demasiado egoísta incluso cuando estaba.
Y entonces respiro. Me siento. No huyo. Me dejo estar con esa emoción como si fuera una niña chiquita que necesita consuelo. Ahí es cuando entiendo lo que significa realmente reparenting:
darme hoy lo que me faltó entonces. Validarme. Acompañarme. Sostenerme sin juicio.
La psicología habla de esto como parte de la sanación del apego inseguro. Cuando de adultos cargamos heridas infantiles no resueltas, necesitamos aprender a darnos a nosotros lo que no pudimos recibir de forma constante y segura. Es un trabajo profundo, lento, pero liberador. Porque no se trata de culpar, sino de cuidar. De no repetir lo mismo conmigo que me dolió que hicieran otros.
Y en esos días, aunque parezca contradictorio, también hay alivio. Porque aunque ya no está él, ahora estoy yo.
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