Como dice Taylor Swift:
"Supongo que una mujer más débil habría perdido la esperanza, una más fuerte no habría suplicado, pero yo miré al cielo y dije: 'por favor'."
Y así me sentí muchas veces. Ni menos, ni más. Solo una mujer rota mirando al cielo, pidiendo un poco de consuelo. Sin saber muy bien qué pedir, pero sintiendo que no podía sola.
El proceso de duelo, ese que nos dicen que tiene cinco etapas bien marcadas, no siempre es tan lineal. En mi caso, cada una llegó sin pedir permiso. A veces todas a la vez. A veces una sola durante días.
Negación: “No puede ser verdad, seguro fue un paro y sigue vivo. Seguro se equivocaron.”
Ira: “¿Por qué no se cuidó? ¿Por qué fue tan irresponsable? ¿Por qué no me dio un lugar?”
Negociación: “Déjenme llegar. Quiero verlo. Aunque sea una última vez. Quizás si hubiera estado más cerca…”
Depresión: “Me siento completamente sola en este proceso. No tengo padre, y tampoco tengo un lugar en esta familia.”
Aceptación: “Ok. Se murió…”
Y así pasé los siguientes 30 días en mi país de origen. Un país que siempre idealicé. Personas que imaginé como refugio. Pero estar ahí fue enfrentar otro duelo: darme cuenta de que esas personas también eran parte de la herida. Sentir el rechazo, la distancia emocional… y entender, aunque no quería, que no era solo culpa de ellos. ¿Cómo iban a darme un lugar como hija si mi papá nunca lo reclamó para mí?
Él nunca me protegió. Nunca me defendió. Nunca me nombró como parte de su mundo.
Es fácil decir que fue porque me fui del país. Que me alejé. Pero no es tan fácil asumir que nunca hubo un espacio para mí. Que, incluso si hubiera estado ahí, nadie me estaba esperando.
Pensaba que atravesar las cinco etapas del duelo iba a ser suficiente. Que al final todo se sentiría más “ligero”. Pero no. Cada etapa abrió una puerta distinta. Cada emoción trajo algo nuevo: una verdad, una herida, una pregunta... o incluso un poco de paz.
Cada una me obligó a mirar partes de mi historia que antes no quería tocar. Me dio claridad. Me ayudó a entender por qué estoy donde estoy, y por qué el duelo no se trata solo de perder a alguien… sino de soltar lo que nunca se tuvo.
Mi proceso fue respirar en cada etapa. No huí de las emociones —esta vez no—. Me permití sentir el dolor, el enojo, la soledad, la incredulidad, el cansancio emocional. Me senté con cada sensación, aunque incomodara. Y en medio del caos, empecé a repetirme: ya no estás ahí, ya no estás sola, ya no sos esa niña que necesitaba ser elegida para sentirse amada.
Este duelo no solo fue por la pérdida de mi papá. Fue por la pérdida de la ilusión, de la familia que imaginé, del padre que nunca tuve, del lugar que me negaron, y de la versión de mí que todavía esperaba ser elegida.
Desde la psicología se habla mucho de la memoria emocional: cómo el cuerpo y la mente guardan experiencias pasadas como si aún fueran presentes. Por eso fue tan importante decirle a mi mente y a mi cuerpo: estamos a salvo, estamos aquí, y ahora me tengo a mí.
Estoy aprendiendo que sanar no es olvidar ni justificar. Es reconocer que dolió. Pero también es ver que hoy tengo el poder de cuidar de mí, de hablarme con ternura, y de dejar de buscar amor en lugares que siempre me cerraron la puerta.
En la próxima entrada, quiero contar cómo llegué a la aceptación.
No fue un momento mágico ni una frase inspiradora. Fue un proceso lento, real y profundamente humano. Un camino que comenzó con una acción concreta, simple, pero tan poderosa que logró conectar mis cinco sentidos y traerme al presente.
Esa acción me ancló. Me recordó que todavía estoy aquí. Que puedo reconstruirme, aunque sea desde el suelo. Y que la paz, a veces, no llega como un alivio inmediato… sino como un suspiro suave después de tanto resistir.
Nos leemos pronto.