domingo, 15 de junio de 2025

La herida invisible del Día del Padre

                                

Hoy es Día del Padre.

Para muchos, es un día de agradecimientos, de abrazos, de recuerdos bonitos. Para otros, como yo, es un día incómodo. Silencioso. Lleno de preguntas que no tienen respuesta o de respuestas que llegaron demasiado tarde.


Es fácil culpar a los hijos por haberse alejado. Por no llamar. Por no visitar. Por no haber sido “buenos hijos”.

Pero casi nunca se habla de la responsabilidad emocional de los padres. Del vínculo que se construye o se descuida desde los primeros años, cuando un niño aprende (o no) que el amor es un lugar seguro.


La psicología del apego lo explica bien: las figuras parentales son quienes modelan cómo nos relacionamos con el mundo. Son ellos quienes nos enseñan si es seguro acercarnos, si está bien expresar lo que sentimos, si ser vulnerables no nos va a costar el abandono.

Entonces, ¿por qué esperamos que los hijos sostengan la relación si nunca se les dio ese sostén emocional?


A mí me tomó años entender esto. Años de cargar con la culpa de haberme ido, de haber buscado mi propio camino. Años pensando que fui yo la que rompió el vínculo.

Pero no. Esa relación ya venía rota. Solo que, como hija, me enseñaron que era mi deber repararla.


Y hoy, ya adulta, entiendo que no. Que no era mi culpa.

Porque mantener un lazo no puede depender solo de quien lo necesita. También requiere de quien tiene el poder emocional de abrir la puerta, de sostenerla abierta, de decir: aquí estoy, cuando quieras volver.


A quienes hoy sienten un nudo en el estómago con este día: no están solos. No fue falta de amor, muchas veces fue falta de acceso.

Y a veces, tuvimos que alejarnos no por egoísmo, sino por supervivencia.


Ojalá algún día podamos hablar del Día del Padre con más verdad. Con menos culpas heredadas. Con más compasión, pero también con más claridad.

jueves, 12 de junio de 2025

No fui yo quien rompió el hilo


                               



Y como dice Avril Lavigne “So much for my happy ending”

Y por mucho tiempo, esa frase me atravesó como una verdad silenciosa. Porque yo también soñé con un final distinto. Con un papá que me eligiera. Con una historia menos rota.


Siempre pensé que salir del país fue lo que quebró la relación con mi papá. Me culpé durante años. Me convencí de que si me hubiera quedado, tal vez él habría hecho algo diferente. Tal vez me habría elegido. Tal vez habría tenido el coraje de ser papá.


Pero el duelo hace eso: te desordena las certezas y te obliga a mirar lo que evitaste por años. Y entonces entendí que una relación no se rompe solo porque alguien se va. Se rompe cuando no hay voluntad de sostenerla. No fui yo quien soltó el hilo. Él simplemente nunca lo sostuvo.


Pasé mucho tiempo atrapada en lo que la psicología llama una pérdida ambigua. Ese tipo de duelo que no tiene cierre, porque la persona no está, pero tampoco se ha ido del todo. El cuerpo ausente, pero la herida viva. Y en medio de eso, no tuve apoyo. Nadie que me ayudara a sostener el peso de esa ausencia. Mi mamá, con su inmadurez emocional, solo agrandaba el vacío. Estaba ahí, pero jamás presente de verdad.


Después de su muerte, llegó el golpe más duro: él eligió otras cosas. Y en su mundo interno, yo no ocupaba un lugar claro. No había espacio para mí sin que yo le resultara una molestia. Nunca me sostuvo. Ni siquiera en sus silencios.


Y cada día que pasaba lejos, ese vacío se expandía. Pero no era solo por lo que faltaba de él… era por lo que sobraba de ella. Estar al lado de mi mamá era vivir en un entorno donde el amor dolía, y el cuidado era un castigo.


Pero esa historia la contaré después. Hoy es sobre él. Sobre soltar una culpa que nunca fue mía. Sobre entender que el abandono no siempre es una puerta que se cierra de golpe; a veces es un goteo lento de ausencias pequeñas. De presencias a medias. De silencios que no cobijan.


Y hoy lo sé: yo merezco más que eso.


martes, 10 de junio de 2025

La vergüenza que no es mía, pero igual la cargo




Hay vergüenzas que no nacen de nuestras acciones, sino de las heridas que otros dejaron atrás. A veces, esas heridas vienen con apellido, con vínculos de sangre, con silencios heredados.
Y una se encuentra creciendo con la carga de los “pecados” de alguien más, como si el amor o la lealtad obligaran a callar, como si el silencio fuera la única forma de proteger a la familia.

Yo crecí con esa carga. Con la sensación de que tenía que compensar, explicar o maquillar los actos de mis padres. 
Como si su forma de vivir y de morir hablara también de mí.
Como si yo tuviera que hacerme cargo de su historia para que otros pudieran sostener la fantasía de que fue el hombre perfecto.

Pero no lo fue.
Y eso también es parte de mi duelo.

Lo más doloroso no fue aceptar quién fue él, sino enfrentar que algunas personas de mi familia preferían culparme a mí antes que mirar su verdad de frente.
Porque es más fácil decir que fui yo la que falló.
Que fue mi distancia, mi enojo, mi rebeldía, lo que lo rompió.
Antes que aceptar que él ya venía roto desde antes.

En psicología se habla de la vergüenza tóxica, esa que no nace de un error propio, sino de la mirada del otro. Esa que se vuelve identidad, que te hace sentir defectuosa, indigna, culpable por existir.
Y cuando esa vergüenza viene de lo que tu padre hizo, o dejó de hacer, se enreda con el amor, con el dolor, con la necesidad de ser reconocida por una familia que muchas veces elige la imagen antes que la verdad.

Cargar con la vergüenza ajena es como vivir con una deuda que no es tuya, pero que igual te están cobrando.
Te agota. Te aísla. Te hace dudar de tu propio valor.

Hoy escribo esto porque ya no quiero pagar con mi silencio lo que él hizo con su vida.
Porque no me toca sostener la imagen idealizada de nadie.
Porque la vergüenza que no es mía, no la voy a seguir cargando.

Hablar no es traicionar.
Hablar es sanar.

domingo, 8 de junio de 2025

Maternarme en medio del duelo


                          


Sanar no solo duele por lo que se suelta, sino por todo lo que se va cayendo en el camino: vínculos que ya no encajan, lugares que ya no se sienten como casa, formas de ser que antes me protegían… y ahora me pesan.

A veces me pregunto: ¿qué hago con esta nueva versión de mí? ¿Quién la va a reconocer? ¿Quién se va a quedar?

Me pasó algo raro: mientras más sanaba, más lejos me sentía de ciertas cosas que antes me daban seguridad. Como si soltar el pasado significara también soltar las versiones de mí que otros esperaban. No fue una decisión puntual, fue un proceso silencioso. Un día me di cuenta de que ya no podía forzarme a encajar. Que esa máscara ya me raspaba la piel.

Entendí que el duelo no era solo por lo que perdí —mi padre, mi país, mis recuerdos—, sino también por todo lo que yo fui intentando ser para sobrevivir. Esa niña que se esforzaba por ser suficiente. Esa mujer que aceptaba lo que dolía con tal de no quedarse sola.

Y aunque no todos me reconozcan, yo sí. Y eso, hoy, alcanza.

Pero incluso con esa claridad, hay días en que todo eso vuelve. Días en los que me sorprendo haciéndome cargo de mí misma con ternura. Como si me tocara ser la madre que no tuve, la figura segura que no estuvo. Días en que me siento triste porque él ya no está —no solo por su ausencia física, sino porque fue demasiado egoísta incluso cuando estaba.
Y entonces respiro. Me siento. No huyo. Me dejo estar con esa emoción como si fuera una niña chiquita que necesita consuelo. Ahí es cuando entiendo lo que significa realmente reparenting:
darme hoy lo que me faltó entonces. Validarme. Acompañarme. Sostenerme sin juicio.

La psicología habla de esto como parte de la sanación del apego inseguro. Cuando de adultos cargamos heridas infantiles no resueltas, necesitamos aprender a darnos a nosotros lo que no pudimos recibir de forma constante y segura. Es un trabajo profundo, lento, pero liberador. Porque no se trata de culpar, sino de cuidar. De no repetir lo mismo conmigo que me dolió que hicieran otros.

Y en esos días, aunque parezca contradictorio, también hay alivio. Porque aunque ya no está él, ahora estoy yo.

viernes, 6 de junio de 2025

Te guardé, hasta que me solté

"I don’t need your closure"

—Taylor Swift, Closure

Después de haber pasado un tiempo en mi país de origen y regresar al lugar donde resido, volví con unas pocas cosas que quedaban de mi infancia. Traje recuerdos que siempre había anhelado tener conmigo. Recuerdos de la dulce niña que fui.

La adulta en mí volvió con sentimientos encontrados, sintiéndome sin rumbo. Todo parecía igual, pero algo dentro de mí ya no lo era. Mi niña interior y la mujer que soy ahora, ya no eran la misma persona..

Nunca voy a olvidar una madrugada en la que no podía dormir. No sabía qué hacer, así que recurrí a lo único que, en ese momento, me daba calma: la espiritualidad. En una sesión, la terapeuta me dijo algo que se me quedó grabado:
“Ya no eres la misma persona que eras antes de que todo esto pasara.”
Recuerdo que lloré muchísimo después de escuchar esas palabras.

Días después, volví a pensar en esa frase. Me pregunté por qué quería volver a los momentos antes de que todo ocurriera. Y ahí entendí algo doloroso: había crecido creyendo que todo fue mi culpa. Me sentía culpable por la muerte de mi papá. Pero, ¿por qué?
¿Tal vez porque nunca fui la hija perfecta? ¿Porque no logré convertirme en la “buena mujer” que me enseñaron que debía ser, como si fuera lo opuesto a mi mamá?

Ahí comencé, poco a poco, a diferenciar entre lo que fue real, lo que viví y lo que me contaron. Empecé a ver con más claridad mis propias acciones… y las de él.

Me di cuenta de que soy una buena hija, incluso con padres llenos de errores y ausencias. Me di cuenta de que soy una buena mujer. Que mi integridad está intacta. Que mi corazón no está lleno de rabia, vacío o tristeza… sino lleno de vivencias.

Todos esos pensamientos me llegaron mientras lavaba una colcha que era mía de niña. No importaba cuánto la lavara, no podía quitarle el olor al descuido. El mismo descuido que mi papá siempre tuvo hacia mí. Fue en ese momento que me pregunté:
¿Por qué sigo presente para una persona que nunca estuvo presente para mí?
Él no fue capaz de cuidar algo tan frágil… hablo de la sábana. Y también de su hija.

Respiré hondo mientras sentía las lágrimas correr por mi cara. Me quedé con esa sensación incómoda. Ese sentimiento de rechazo. Y desde ahí entendí que nunca fui yo el problema. El problema fue él y sus vicios.

Ahí sentí paz.

Entendí tantas cosas sobre mis relaciones pasadas. Entendí que venían del trauma. Que, sin darme cuenta, siempre buscaba que alguien me escogiera… igual que mi papá nunca lo hizo.

Comprender el ciclo del abuso en un instante, y lo que provoca la adicción—ese patrón de darte un poquito y después quitártelo—me ayudó a soltar. Me ayudó a dejar ir esas migajas de amor que él me dio. Porque sus propios abusos fueron, en el fondo, el gran amor de su vida.

Solté cada relación que tuve. Porque entendí que nunca fue amor. Venía de una herida. Y una vez que pude nombrarla, una vez que comprendí su forma y su origen, solté también el dolor que vivía en mi corazón.

Como dice John Bradshaw, terapeuta familiar y autor de "Homecoming":
"Es en la herida donde comienza la verdadera recuperación. Lo que más duele es lo que más necesita nuestra atención."

Y yo lo sentí así.

Porque tu primer corazón roto…
es tu papá.

Llorando, tiré esa sábana a la basura.
Con ella se fue el recuerdo.
Y me quedé con la realidad en las manos.


jueves, 5 de junio de 2025

Cinco etapas, mil emociones



Como dice Taylor Swift:

"Supongo que una mujer más débil habría perdido la esperanza, una más fuerte no habría suplicado, pero yo miré al cielo y dije: 'por favor'."

Y así me sentí muchas veces. Ni menos, ni más. Solo una mujer rota mirando al cielo, pidiendo un poco de consuelo. Sin saber muy bien qué pedir, pero sintiendo que no podía sola.

El proceso de duelo, ese que nos dicen que tiene cinco etapas bien marcadas, no siempre es tan lineal. En mi caso, cada una llegó sin pedir permiso. A veces todas a la vez. A veces una sola durante días.

Negación: “No puede ser verdad, seguro fue un paro y sigue vivo. Seguro se equivocaron.”
Ira: “¿Por qué no se cuidó? ¿Por qué fue tan irresponsable? ¿Por qué no me dio un lugar?”
Negociación: “Déjenme llegar. Quiero verlo. Aunque sea una última vez. Quizás si hubiera estado más cerca…”
Depresión: “Me siento completamente sola en este proceso. No tengo padre, y tampoco tengo un lugar en esta familia.”
Aceptación: “Ok. Se murió…”

Y así pasé los siguientes 30 días en mi país de origen. Un país que siempre idealicé. Personas que imaginé como refugio. Pero estar ahí fue enfrentar otro duelo: darme cuenta de que esas personas también eran parte de la herida. Sentir el rechazo, la distancia emocional… y entender, aunque no quería, que no era solo culpa de ellos. ¿Cómo iban a darme un lugar como hija si mi papá nunca lo reclamó para mí?

Él nunca me protegió. Nunca me defendió. Nunca me nombró como parte de su mundo.

Es fácil decir que fue porque me fui del país. Que me alejé. Pero no es tan fácil asumir que nunca hubo un espacio para mí. Que, incluso si hubiera estado ahí, nadie me estaba esperando.

Pensaba que atravesar las cinco etapas del duelo iba a ser suficiente. Que al final todo se sentiría más “ligero”. Pero no. Cada etapa abrió una puerta distinta. Cada emoción trajo algo nuevo: una verdad, una herida, una pregunta... o incluso un poco de paz.

Cada una me obligó a mirar partes de mi historia que antes no quería tocar. Me dio claridad. Me ayudó a entender por qué estoy donde estoy, y por qué el duelo no se trata solo de perder a alguien… sino de soltar lo que nunca se tuvo.

Mi proceso fue respirar en cada etapa. No huí de las emociones —esta vez no—. Me permití sentir el dolor, el enojo, la soledad, la incredulidad, el cansancio emocional. Me senté con cada sensación, aunque incomodara. Y en medio del caos, empecé a repetirme: ya no estás ahí, ya no estás sola, ya no sos esa niña que necesitaba ser elegida para sentirse amada.

Este duelo no solo fue por la pérdida de mi papá. Fue por la pérdida de la ilusión, de la familia que imaginé, del padre que nunca tuve, del lugar que me negaron, y de la versión de mí que todavía esperaba ser elegida.

Desde la psicología se habla mucho de la memoria emocional: cómo el cuerpo y la mente guardan experiencias pasadas como si aún fueran presentes. Por eso fue tan importante decirle a mi mente y a mi cuerpo: estamos a salvo, estamos aquí, y ahora me tengo a mí.

Estoy aprendiendo que sanar no es olvidar ni justificar. Es reconocer que dolió. Pero también es ver que hoy tengo el poder de cuidar de mí, de hablarme con ternura, y de dejar de buscar amor en lugares que siempre me cerraron la puerta.

En la próxima entrada, quiero contar cómo llegué a la aceptación.
No fue un momento mágico ni una frase inspiradora. Fue un proceso lento, real y profundamente humano. Un camino que comenzó con una acción concreta, simple, pero tan poderosa que logró conectar mis cinco sentidos y traerme al presente.

Esa acción me ancló. Me recordó que todavía estoy aquí. Que puedo reconstruirme, aunque sea desde el suelo. Y que la paz, a veces, no llega como un alivio inmediato… sino como un suspiro suave después de tanto resistir.

Nos leemos pronto.


miércoles, 4 de junio de 2025

Mi papá nunca fue un papá ( y eso también duele)

Mi papá nunca fue un papá en los ojos de la familia.
Y no lo digo con rencor, lo digo desde la realidad.

Para empezar, cuando tenía seis años, la custodia la tenían mis abuelos paternos. No fue una decisión tomada con cuidado ni pensando en lo mejor para mí, fue simplemente porque mi mamá y mi papá no pudieron ser adultos durante su separación. No pudieron ser maduros.
(Y sí, mi mamá es otra historia. Ya contaré sobre ella más adelante).

Después de la muerte de mi papá, me quedé con más preguntas que respuestas.
¿Por qué lo llamaban “hermano” y no “papá” cuando se referían a él en conversaciones?
¿Por qué nadie en la familia lo guió, lo confrontó, o lo ayudó a ser un padre?
¿Por qué toda la carga de crianza quedó en mis abuelos, como si él solo hubiese pasado por la vida como una sombra?

Todas esas preguntas me llevan al mismo punto: el vacío que deja crecer sin que te reconozcan como hija.
Es un tipo de abandono que va más allá de lo físico. Es emocional, es silencioso, y se queda contigo.
Uno empieza a preguntarse si tal vez el problema fue uno, si uno no fue suficiente, si el amor no fue merecido.
Es la narrativa que muchas hijas e hijos internalizan cuando sus padres están, pero no están.
Cuando los adultos fallan una y otra vez, y el niño es quien carga con las consecuencias.

Mi papá nunca fue un papá para nadie, porque nunca quiso —o nunca supo— cómo serlo.
Nunca cultivó esas relaciones, nunca se presentó en el mundo como un padre.
Y entonces yo me quedé como en un limbo familiar. Porque ¿cómo se reconcilia eso?
¿Cómo se asimila que dentro de tu propia familia nadie te reconozca como parte de él?
Que el vínculo sea negado con palabras, con gestos, con silencios.

Tal vez por eso siempre lo llamaban “hermano”.
Tal vez fue más fácil para ellos pensar en él como un hombre perdido, un hijo más, que como un padre ausente.

Pero para mí, él era mi papá.
Y duele.

Me encontré muchas noches en lo que solía ser uno de los cuartos donde pasaba bailando y escuchando música, un cuarto con bonitos recuerdos.
En cambio, ahora me quedaba mirando el techo, inmóvil, con las lágrimas bajando por mis ojos, preguntándome:
¿Por qué lloras? Él no ha estado en tu vida durante toda una vida.

Y sin embargo, recordaba esos pocos años buenos que compartimos: viajando, explorando, conociendo, incluso bailando.
¿Dónde estaba ese papá cuando más lo necesitaba? ¿Cuando necesitaba guía? ¿Alguien que me escuchara, que me abrazara?
Me preguntaba si simplemente dejó de amarme cuando me fui del país, cuando intenté reconstruir una relación con mi mamá, con la que siempre soñé, aunque fuera solo una fantasía.

Y era ahí cuando me preguntaba:
¿Estás llorando por una ilusión de lo que pudo ser y no de lo que realmente fue?
¿Cómo le explico a mi niña interior que se calme, que las personas que debieron protegerla nunca lo hicieron?

No tengo todas las respuestas.
Solo sé que el dolor no siempre nace del amor perdido, a veces viene de todo lo que nunca existió.
De lo que debió haber sido y no fue.
De lo que una niña esperó durante años y nunca llegó.

Y sí, aún duele.
Duele aceptar que no fue como imaginé. Duele soltar la ilusión.
Pero duele más seguir sosteniéndola.

Esta fue mi forma de empezar a mirarlo de frente.
De nombrar el abandono sin disfrazarlo.

Porque para poder sanar, primero hay que decir la verdad.
Incluso cuando incomoda. Incluso cuando rompe.

En la próxima entrada, quiero contarles cómo se empieza a reconstruir desde ese lugar.
Cómo se vive con esa ausencia, cómo se acompaña a una misma en ese duelo...
y cómo, poco a poco, se empieza a soltar la culpa que no era nuestra...




La herida invisible del Día del Padre

                                 Hoy es Día del Padre. Para muchos, es un día de agradecimientos, de abrazos, de recuerdos bonitos. Para ot...